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Sobre festivales y coitus interruptus

Los festivales musicales llegan como  Navidad, Halloween o San Valentín. El momento perfecto para gastarse los ahorros o pegarle otro latigazo a la tarjeta de crédito – a 12 meses si se va a todos los días. Pero bueno es normal tener que pagar por un  cartel de 10 headliners y los otros 50 artistas en letra mas pequeña.

Los amantes del paladar me darán la razón, es como ir a un restaurant de estrellas Michelin de grandes platos y nombres. Pero la realidad se parece mas a una gran franquicia de tipo “all you can eat”, cómaselo todo todo hasta que necesite un alka seltzer para aliviar la indigestión.

Que alguien me explique cómo tele transportarse de un escenario a otro entre miles de personas y kilómetros de distancia. Es como publicidad desleal: venga y vea en un solo festival todo lo que sus orejas se puedan imaginar, pero no le dicen que tres de sus artistas favoritos van a tocar al mismo tiempo en 3 lugares tanto opuestos como lejanos.

Bandas y mas bandas, cada una tocando entre 1 hora y 30 minutos o incluso menos si mencionamos el popular palomazo o micro shows de 15 minutos. Es una faena inconclusa, cuando se entra en calor se acaba, cuando comienza se termina.

Me gusta el tiempo en el que vivimos en el que ya no se vive de los discos, en el que los artistas tienen que tocar en vivo y como en el pasado, si no convencen al rey, morirán en la jaula de los leones. Es una cuestión de respeto al arte pero también de respeto a la audiencia.

Algunos artistas ya son conocidos como artistas de festivales. Cada año,  todas las noches, siempre los mismos; donde la rutina rompe la magia y se convierten en funcionarios de la municipalidad musical. Algunos incluso usan la mismo set, dicen los mismos chistes y ni siquiera saben dónde están parados. Dónde esta el arte señoras y señores? Ya lo decía Noel Gallagher refunfuñando de sus compañeros de cartel en un reciente post en Instagram.

Aceptémoslo, la culpa  no es de los especímenes que acabo de mencionar… no hay que olvidar el mercadillo, los stands de todas las marcas, donde le pintan el pelo, la fiesta en audífonos, el de los tatuajes, el de las camisetas chimbas, los de la coca cola, el dealer, las modelos regalando condones, cachuchas y otros suvenires.

Es que los festivales son diseñados para todo menos para oír música. En muchos ni siquiera el sonido es importante. Para que una prueba de sonido? da igual, durante las primeras 3 canciones hacemos los ajustes… ni que fueran a tocar 20 canciones en la media hora que tienen. Sin mencionar la molesta cacofonía entre escenarios, no es posible que mientras el cantante cambia de guitarra los asistentes tengan que soportar a David Guetta en el otro escenario.

Los festis son hechos de especulación, de mafia capitalista. Explotación y humillación de artistas que ni siquiera se beneficiarán del privilegio de la escucha o la atención. Son franquicias que hacen más plata que arte. Que me perdonen, no lo serán todos, pero al que le caiga el guante que se lo plante.

Mi preferencia siguen siendo los shows en los que los asistentes saben a que van, donde el rito y los dogmas incurren en el escenario, donde todos pertenecemos a la misma secta, desde el artista que se emociona con lo que ve, hasta el fan que con lagrimas entiende la mismísima expresión del arte echa forma y ondas.

Salud!

Rex

Las 5 de cosas que odio de los festivales

 

  1. El borracho pastillero, siempre en manada molestando a los demás asistentes, típicamente se desmaya o sufre una descompensación antes de que toque la banda de la que trae camiseta.

 

  1. La fila para comprar tickets y la fila para convertirlos en cerveza aguada a precio de champagne.

 

  1. Los escenarios que suenan al mismo tiempo, nada peor que la cacofonía de la banda que esta tocando del otro lado. Un saludo especial a los organizadores del Vina Rock en España, donde los 3 escenarios truenan en paralelo.

 

  1. Headliners tocando al mismo tiempo. Saber que mientras veo a uno me pierdo al otro.

 

  1. El coito interruptus de un set de 30 minutos o el tener que ver a mi banda favorita tocar por una hora sin descanso y aún así dejar a todos iniciados.